AMERICAN´S INFIERNO
Un resplandeciente Valle
En Nogales nos esperaba el coyote.
Con él iniciamos el camino por el desierto, muy noche…
Desierto. Extensión del alma,
océano insondable, mar arenoso, cambiante. Nuestros pasos infinitos. Arena
nuestros recuerdos. Volvemos al origen. Disueltos. Arena nuestros ojos, nuestro
silencio. Atrapados en el Fin del mundo. Valle resplandeciente donde ya nunca
crecerán los árboles. Nos duelen los murmullos.
Voces antiguas brotan desde adentro. Hablan
en Lenguas los animales oscuros. Salamandras, escorpiones, pies, antenas,
dientes pequeñitos, restos de conchas, de algas, de peces, de piedras, de cactus, de angustias. Huesos derruidos
como ciudades. La intuición del peligro. Desaparecer. Oscuridad. Avanzar como
si no avanzaras, como si en vez de respirar, expiraras…Expiar nuestras culpas. En este limbo. Donde huele a
muerte. Adentro de la noche fría. Entumidos en el miedo. Volvemos al origen. Al
nahual serpiente. Reptamos por debajo de nuestra granulada conciencia. Somos iguanos.
Somos víboras. Escondidos bajo la hendidura de una roca, esperamos el acecho
del depredador. Desde aquí le arrancaremos su Ojo único, el Ojo donde somos el otro que nos desconoce.
Un muerto con equipaje
Si miro hacia atrás me vuelvo mierda.
Nadie se da la vuelta para ver por
última vez esa plasta de ciudad que se
retuerce como puta en un lecho de residuos orgánicos. Imagino los ojos de la ciudad que despiertan
para vigilarnos la espalda. Ojos
infinitos. Son los anos de las pistolas calibre 38, desenfundadas en medio de la
noche. El arma cuelga del cinto de ese
cuerpo de bestia uniformada. He visto esos tipos convertidos en muñecos junto a
las barbies. Multiplicados en las
estanterías del supermarket. Disfrazados de policías, cuerpos inflados, brazos
que quieren golpear, masacrar y ser
masacrados. Debajo de los botones
dorados gruñe una redondez gelatinosa, un revoltijo de tripas metidos adentro
de algo que parece un cerebro de goma. Guardián de la ley o vendedor de drogas,
da igual. Siento esa misma sensación de nata subiéndome por la garganta hasta
la boca. A punto expulsar eso. La imagen de la mano de goma inflada, esa mano
sedienta de sangre, de sexo de mujeres putrefactas, acariciando la colt, la
dureza fría donde se descarga la muerte, excitándose, arrastrando la cosa dura
hacia el tiburón que palpita hirviendo bajo el pantalón. Tallándoselo. Siento entre las piernas la palpitación de la
rabia. Vuelvo a pensar en ella, en la mujer del cuarto de paredes rotas en la
penumbra. Un foco macilento, adolorido de tanto escupir luz. La mujer escupía
sangre de su vagina seca. Acaso ella con su rostro agrietado donde corren ríos
de polvo, descoloridos rastros de pintura roja, escarcha dorada. La piel de
arena, áspera como las escarpadas rutas del desierto por donde me desgarro los
tenis. Mi carne incrustada en el olor de la mujer. Ella es un cadáver
abandonado desde hace siglos en un
callejón oscuro. Su olor tropieza con mi deseo, con el asco de desear. El deseo
de sentir este asco atorado en las fosas nasales donde sigue retorciéndose los
restos de la hierba, el olor verde sembrado entre las fosas, chupando la
necesidad de tocar al mismo tiempo el sexo raído de la mujer y el miembro duro,
corrosivo, del uniformado. Y seguir chupando la canabis, absorto en mi propio
entierro. Riéndome de mi propio funeral. Mi placer de sentirme ahogado bajo las
capas inmensas, profundas. Mar sin agua. Mi sed. Es un dolor irreconocible, el
dolor irreal del agonizante. Soy un pene introduciéndome en la vagina oscura
del mundo. Atrapado en el rollito de mariguana como en este horrible aposento.
Un aposento con las mandíbulas abiertas. Más allá un cielo donde cuelga la
luna. Sólo me queda morir a la hora del orgasmo, de la carrera. Mis pies
hundidos en el cieno. Seré despellejado, ahogado en mis propios líquidos
seminales. Tragado, absorbido, regurgitado.
Si cuando menos pudiera vomitar, pero no son mis intestinos quienes lo
impiden, es el miedo. Un sabor doloroso
me aprieta el alma. Mis pies obedecen a un impulso mayor a mis fuerzas. El
calambre en las piernas. Perdí los ojos que tenía puestos en el horizonte, mi
vista se fue detrás de los últimos vislumbres de claridad sobre la línea
divisoria. Escucho a los demás. Siento su respiración, respiro su miedo. Cae
sobre nosotros como la profecía de un tecolote. Escucho la voz del coyote: No
se detengan. ¿Es que me estoy moviendo?
Mi cuerpo avanza sobre el camino árido. Sobre mi espalda el peso de la
mochila, de este equipaje que me arrastra. ¿Para qué necesita equipaje un
muerto? Le diré a todos que me rindo, aquí no tengo nada que hacer, que nos
dejemos de chingaderas. ¿Por qué corremos? ¿Hacia dónde? Hacia el Paraíso. Y
dónde queda el paraíso, en el más allá, donde habita el sueño. Así les hicieron
creer a los judíos cuando los arrastraban en trenes hacia Auschwitz. Les
prometían una ciudad feliz, un sitio donde nacen las flores, donde los hombres
trabajan, donde hay mujeres rubias y exuberantes, llamándote con sus grandes
pezones casas impecablemente blancas. Esperándote. No alcanzaremos a besarlas. Acabaremos
amontonados junto a sus grandes chimeneas. Carne para freír. Nuestro destino de
chichimecas, de mexicanos agachados ante la cruz. A la espera de los dioses que
nos arrojarán sus desperdicios. Dioses que bajan a engancharnos cruces en la
espalda. Mientras tanto, estoy reptando por debajo de huesos desgranados. Como
alimaña sedienta…
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