viernes, 17 de agosto de 2012


AMERICAN´S INFIERNO




   Un resplandeciente Valle
   En Nogales nos esperaba el coyote. Con él iniciamos el camino por el desierto, muy noche…

   Desierto. Extensión del alma, océano insondable, mar arenoso, cambiante. Nuestros pasos infinitos. Arena nuestros recuerdos. Volvemos al origen. Disueltos. Arena nuestros ojos, nuestro silencio. Atrapados en el Fin del mundo. Valle resplandeciente donde ya nunca crecerán los árboles. Nos duelen los  murmullos. Voces antiguas brotan desde adentro.  Hablan en Lenguas los animales oscuros. Salamandras, escorpiones, pies, antenas, dientes pequeñitos, restos de conchas, de algas, de peces, de piedras,  de cactus, de angustias. Huesos derruidos como ciudades. La intuición del peligro. Desaparecer. Oscuridad. Avanzar como si no avanzaras, como si en vez de respirar, expiraras…Expiar  nuestras culpas. En este limbo. Donde huele a muerte. Adentro de la noche fría. Entumidos en el miedo. Volvemos al origen. Al nahual serpiente. Reptamos por debajo de nuestra granulada conciencia. Somos iguanos. Somos víboras. Escondidos bajo la hendidura de una roca, esperamos el acecho del depredador. Desde aquí le arrancaremos su Ojo único, el Ojo donde  somos el otro que nos desconoce.

   Un muerto con equipaje
   Si miro hacia atrás me vuelvo mierda.  Nadie se da la vuelta para ver  por última vez  esa plasta de ciudad que se retuerce como puta en un lecho de residuos orgánicos.  Imagino los ojos de la ciudad que despiertan para vigilarnos la espalda.  Ojos infinitos. Son los anos de las pistolas calibre 38, desenfundadas en medio de la noche. El arma cuelga del cinto  de ese cuerpo de bestia uniformada. He visto esos tipos convertidos en muñecos junto a las barbies. Multiplicados  en las estanterías del supermarket. Disfrazados de policías, cuerpos inflados, brazos que quieren golpear, masacrar  y ser masacrados. Debajo  de los botones dorados gruñe una redondez gelatinosa, un revoltijo de tripas metidos adentro de algo que parece un cerebro de goma. Guardián de la ley o vendedor de drogas, da igual. Siento esa misma sensación de nata subiéndome por la garganta hasta la boca. A punto expulsar eso. La imagen de la mano de goma inflada, esa mano sedienta de sangre, de sexo de mujeres putrefactas, acariciando la colt, la dureza fría donde se descarga la muerte, excitándose, arrastrando la cosa dura hacia el tiburón que palpita hirviendo bajo el pantalón. Tallándoselo.  Siento entre las piernas la palpitación de la rabia. Vuelvo a pensar en ella, en la mujer del cuarto de paredes rotas en la penumbra. Un foco macilento, adolorido de tanto escupir luz. La mujer escupía sangre de su vagina seca. Acaso ella con su rostro agrietado donde corren ríos de polvo, descoloridos rastros de pintura roja, escarcha dorada. La piel de arena, áspera como las escarpadas rutas del desierto por donde me desgarro los tenis. Mi carne incrustada en el olor de la mujer. Ella es un cadáver abandonado desde hace siglos  en un callejón oscuro. Su olor tropieza con mi deseo, con el asco de desear. El deseo de sentir este asco atorado en las fosas nasales donde sigue retorciéndose los restos de la hierba, el olor verde sembrado entre las fosas, chupando la necesidad de tocar al mismo tiempo el sexo raído de la mujer y el miembro duro, corrosivo, del uniformado. Y seguir chupando la canabis, absorto en mi propio entierro. Riéndome de mi propio funeral. Mi placer de sentirme ahogado bajo las capas inmensas, profundas. Mar sin agua. Mi sed. Es un dolor irreconocible, el dolor irreal del agonizante. Soy un pene introduciéndome en la vagina oscura del mundo. Atrapado en el rollito de mariguana como en este horrible aposento. Un aposento con las mandíbulas abiertas. Más allá un cielo donde cuelga la luna. Sólo me queda morir a la hora del orgasmo, de la carrera. Mis pies hundidos en el cieno. Seré despellejado, ahogado en mis propios líquidos seminales. Tragado, absorbido, regurgitado.  Si cuando menos pudiera vomitar, pero no son mis intestinos quienes lo impiden,  es el miedo. Un sabor doloroso me aprieta el alma. Mis pies obedecen a un impulso mayor a mis fuerzas. El calambre en las piernas. Perdí los ojos que tenía puestos en el horizonte, mi vista se fue detrás de los últimos vislumbres de claridad sobre la línea divisoria. Escucho a los demás. Siento su respiración, respiro su miedo. Cae sobre nosotros como la profecía de un tecolote. Escucho la voz del coyote: No se detengan. ¿Es que me estoy moviendo?  Mi cuerpo avanza sobre el camino árido. Sobre mi espalda el peso de la mochila, de este equipaje que me arrastra. ¿Para qué necesita equipaje un muerto? Le diré a todos que me rindo, aquí no tengo nada que hacer, que nos dejemos de chingaderas. ¿Por qué corremos? ¿Hacia dónde? Hacia el Paraíso. Y dónde queda el paraíso, en el más allá, donde habita el sueño. Así les hicieron creer a los judíos cuando los arrastraban en trenes hacia Auschwitz. Les prometían una ciudad feliz, un sitio donde nacen las flores, donde los hombres trabajan, donde hay mujeres rubias y exuberantes, llamándote con sus grandes pezones casas impecablemente blancas. Esperándote. No alcanzaremos a besarlas. Acabaremos amontonados junto a sus grandes chimeneas. Carne para freír. Nuestro destino de chichimecas, de mexicanos agachados ante la cruz. A la espera de los dioses que nos arrojarán sus desperdicios. Dioses que bajan a engancharnos cruces en la espalda. Mientras tanto, estoy reptando por debajo de huesos desgranados. Como alimaña sedienta…






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